Soy italiana. Claro. Pero no sólo por Margherita Parrao
Texto de Margherita Parrao, joven hija de un exiliado chileno que encontró asilo a Italia.
En un momento
en que todos se preguntan si los migrantes de segunda generación pueden ser
considerados italianos, mi pregunta va en el sentido contrario: ¿Un muchacho
puede ser realmente considerado ítalo-chileno, ítalo-peruano o ítalo-ecuatoriano, incluso antes de haber visitado el país de sus padres?
Entre los
latinos que viven en Italia puede ocurrir que el costo y la duración del vuelo
no permitan frecuentes viajes a su país de origen, y muchos niños de segunda
generación terminan visitando Sudamérica sólo en la edad relativamente
avanzada.
Incluso para mi
familia, durante muchos años ha sido imposible planear un viaje todos juntos,
pero los regalos que mis tíos me enviaban cuando era niña me llevaron, ya desde
entonces, a trasladar a América del Sur las historias que ideaba con mis
juguetes: si desde allí llegaba mi autito, parecía lógico pensar que correría
en la Panamericana.
Mi trompo “Hecho en Chile” era una herramienta para
exploradores, que girando me indicaba el camino a seguir para llegar a
Santiago.
En mis dibujos de colegio siempre había
aviones dirigidos a Sur, banderas chilenas y mi primer abrazo con mi prima. Una
vez, para una tarea escolar, decidí dibujar la casa de mi familia en Pudahuel.
Le pedí a mi padre
que me ayudara: quería una copia exacta de la casa de las tías. Eso se
convirtió en el escenario donde fantasear juegos con mis primos y almuerzos con
mis familiares.
Chile era para
mí una especie de tierra prometida. Si peleaba con alguien, si me enteraba de
una injusticia, me refugiaba allí con el pensamiento, convenciendo a mi misma
de que allá nada malo iba a pasar.
Los cuentos que
mi padre nos contaba estaban ambientados en Chile, los niños con que jugábamos
en los fines de semana eran hijos de otros chilenos, y los relatos de viaje de
los que volvían desde Santiago eran para mí mejores que cualquier película o
serie animada.
Soñé con tanta intensidad aquel viaje,
que cuando a los 16 años decidí que había llegado la hora de planificar mi personal
"vuelta a casa", me preocupaba la idea de encontrar una realidad que
decepcionara mis expectativas. Parecía extraño llamarla "vuelta", pero me
sentía de esa manera, como si mi infancia hubiera sido de verdad repartida
entre Italia y Chile. En resumidas cuentas no estaba cierta de que los juegos
con mis primos hubieran sido producto de mi imaginación.
Partí para Chile con mi hermana, y el
encuentro con mi familia estuvo exactamente igual a como yo lo había supuesto.
Más tarde me enteré de que la casa de mis tías era sólo un poco más grande de
lo que pensaba cuando era niña y por las calles de Pudahuel todos nos
reconocieron como si hubiéramos siempre vivido allí. Mi padre se unió a
nosotras para la Navidad ,
y nuestra alegría al verlo finalmente en su casa fue al menos igual a la que
sintió él en vernos ya muy a gusto con su - o más bien nuestra -
familia.
La emoción de
aquel primer viaje fue única. Y la sorpresa mas grande, lo que de verdad me
dejó sin palabras, no estuvo en las novedades. La sorpresa mayor estuvo en el
descubrir que todo estaba igual a como lo había siempre imaginado, que estaba
todo allí esperándome como en mis dibujos de colegio, que Chile era parte de mí
ya desde mucho tiempo antes de aquel viaje.
Cuando revelo que nunca he estado en
Chile cuando era niña, que mi primer viaje fue en el 2002, muchas personas
comentan: "Ah, pero entonces eres italiana". Como si el grado de
"italidad" o "cilenidad" se midiera de acuerdo con la edad
del primer viaje.
Por supuesto que soy italiana. También.
Pero no sólo.
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